Agradezco a mi abuela Fausta por estas pasiones. Al crecer en la Ciudad de México, mis tardes siempre fueron mágicas e interesantes. Algunos de mis primeros recuerdos son de preparar comida con mi abuela. Cuando mi abuelo me recogió de la escuela, mi primera pregunta siempre fue: "¿Qué hay para almorzar?" Tan pronto como llegábamos a casa, tiraba mis libros y corría a la cocina, donde una de las sirvientas me esperaba con una silla junto al fregadero para que pudiera lavarme las manos. La abuela estaba allí con todos los ingredientes, las ollas listas, para que pudiéramos preparar todo en el comal grande, mientras la otra sirvienta hacía tortillas frescas de harina y maíz. Esperaba con ansias los fines de semana, pero no para jugar o descansar como un niño normal. Mi felicidad procedía de saber que todos los sábados prepararíamos un festín increíble para familiares y amigos.
Mis abuelos y yo nos despertábamos cuando aún estaba oscuro para conducir hasta el Mercado, donde mi abuelo pedía carne al carnicero y yo ayudaba a seleccionar todas las verduras frescas para la comida. Comíamos de los vendedores del mercado, platos tradicionales mexicanos como pozole, quesadillas con champiñones y epazote, menudo o barbacoa. Regresando a casa con todos los ingredientes, nos pasábamos el resto del día preparando comida para 50 a 70 personas. El banquete se servía en “barros”, como un buffet, con mi abuela y la sirvienta tirando las tortillas como Frisbees, y yo me paraba en mi silla para poder llegar a la estufa, ayudando a preparar más comida.